
ESTE MUERTO ES MIO
Por Ubaldo Rosario
Frente al cadáver de Niñoman el padre llorando trató de abrazar el ataúd decorado con cuatro candelabros mientras las velas encendidas lo sujetaba a la realidad de que ése es su hijo y que no duerme, sino que yace muerto.
El hombre acarició la mejilla de Niñoman e inmediatamente recordó la primera vez que lo tocó. Tenía un día de nacido. La madre orgullosa recibía regalos y flores de extraños anónimos mientras su marido escuchaba las identidades de los desconocidos. Y preocupado se preguntó cómo iba pagar los gastos del parto.
Elevó el rostro y lleno de heroísmo imaginativo asesinó uno por uno a cada uno de los homicidas. El llanto aumentó y cabizbajo se sintió impotente de hacer lo que había soñado en esos segundos de rabias y terminó asustándose como aquella vez cuando desempleado su vecina menor de edad le informaba que estaba embarazada. No halló qué hacer, a excepción de dividir la sala de la casa con cartón piedra e improvisar una habitación.
Cabizbajo ocultaba el cadáver con su cabeza y en su ser se describieron las sensaciones de impotencia que de alguna forma tenía un parecido a la experiencia cuando no tenía un centavo y salía a vender un artefacto o a empeñar lo ajeno para terminar discutiendo con los parientes. Recordó las noches cuando recorrió las calles del centro de la ciudad para atracar y luego comprar una que otras latas de leche o alguna receta. Frustrado el plan por la cobardía descubría que un dadivoso le había regalado dinero a la esposa.
Así precariamente y poco a poco entre milagros vio crecer a su hijo hasta convertirse en un adolescente hasta aquel día después que había financiado la matrícula de su Honda 70 para comprar útiles escolares, escuchó la noticia de que a Niñoman lo habían matado sus amigos.
El llanto aumentó cuando escuchó que era la hora del entierro pero no por mucho, porque los vecinos y los deudos espantados corrían ahuyentado por los gritos de místico Pan. Pero no era el sátiro Pan quien ahuyentaba a los moradores en el velatorio sino un jovenzuelo que al desmontarse de la jeepeta los presentes creyeron que Niñoman había resucitado. Pues tenía la tez clara, los ojos verdosos y el cuerpo erguido como un atleta de fútbol americano, en fin se podía afirman que los clones existían.
La madre de la víctima se ocultó entre su vergüenza cuando contempló detrás del jovenzuelo al hombre que lo escoltaba. El hombre se dirigió hacia el difunto.
El esposo se irguió alejándose un poco del ataúd al mirar detenidamente a los visitantes y miró a su esposa y gritó: Serpiente, serpiente.
- Quiero ver a mi José Manuel – dijo el recién llegado.
- No te acerque pendejo – anugado por la rabia y el enojo expresó el deudo
– este muerto es mío.- Así lo decía sin dejar de mirarle a los ojos.
Los hombres quedaron solo cara a cara, solo el silencio lo separaba. Entonces el hombre con los ojos hinchados de tanto sollozos, supuso que éste era uno de los extraños anónimos que en los momentos difíciles hacían llegar sus dádivas que de alguna forma él creyó que eran algo parecido a los milagros.
La madre del difunto se llevó a otro lugar de la casa la visita, pero su marido quedó azorado contemplando el lujoso ataúd. Dedujo todas las trampas y astucias de su mujer, así que sacó el cadáver del féretro para luego dejarlo caer junto a las cuatros columnas de cera. En voz alta gritó: Este muerto es mío. Así lo repitió mientras trasladaba el cuerpo de Niñoman en una de las guaguas que se dirigían al cementerio.
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