sábado, 15 de agosto de 2009

Julio Cortázar: Entrevista


Julio Cortázar Lector

Entrevista realizada por Sara Castro-Klaren, en el verano de 1976, en Saignon, Francia. Publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, ns. 364-366, octubre-diciembre, 1980, Madrid.

- Tal vez sería interesante empezar por hablar de tus hábitos de lector en un sentido físico social. ¿Cómo llega un libro a tus manos? ¿Lees libros que compras, que sacas de la biblioteca, que te prestan, que te regalan, que te mandan?-

Mis primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector muy precoz y, en realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de mi familia, que incluso me llevó al médico porque creyeron que era una precocidad peligrosa y tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy pronto me dediqué directamente a sacar los libros que encontraba en las bibliotecas de la casa. Con lo cual muchas veces leí libros que estaban al margen de mi comprensión a los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en cambio, me hicieron mucho bien, porque eran libros en alguna manera superiores a mis posibilidades, pero que me abrían horizontes imaginarios absolutamente extraordinarios. Con las ideas que había en la gente de mi generación, las lecturas de los niños se graduaban mucho. Hasta cierta época eran los cuentos de hadas y después las novelas rosa, y sólo en la adolescencia, los muchachos y las muchachas podían empezar a entrar en un tipo de literatura más amplio. Yo franqueé mucho antes todas esas etapas, y la verdad es que mis primeros recuerdos de libros son una mezcla de novelas de caballería, los ensayos de Montaigne, por ejemplo, que creo leí a los doce años, fascinado. No sé hasta qué punto podía comprenderlos. Pero recuerdo que los leí íntegramente en dos enormes tomos encuadernados y en traducción española. Y eso se mezclaba con novelas policiales, las aventuras de Tarzán, que me fascinaron en aquella época; Maurice Leblanc, y luego la gran sacudida de Edgar Allan Poe. Pero me estoy saliendo de tu pregunta: ¿cómo llega un libro a mis manos? Sigue llegando de muchas maneras. Están los que yo consigo por mi cuenta cuando paso por una librería y me gusta un libro sin haberlo hojeado demasiado. Hay una especie de contacto simpático en el sentido mágico de la palabra; hay algo que me dice que tengo que comprarlo. No siempre acierto, pero muchas veces sí. Y luego en estos momentos, por razones obvias, medio mundo me manda libros, y soy el hombre más odiado por el correo francés y por sus pobres carteros: llegan todos los días a mi casa con cantidades enormes de paquetes de libros y revistas que vienen de toda América latina, de Estados Unidos, de Francia, de Bélgica e incluso de países cuyos idiomas no puedo leer, pero cuyos autores, que me han leído en traducción, consideran necesario mandarme sus publicaciones, que yo regalo o pongo en la biblioteca, pero sin poder enterarme de una sola palabra de lo que dice ese lejano amigo búlgaro, checo o polaco.

- Una vez que el libro está dentro de tu ámbito físico, ¿qué le pasa? ¿Cuándo lo lees? ¿Lo lees en casa o en el metro? ¿Lees un solo libro o varios al mismo tiempo? ¿Los terminas siempre, aunque te hayan dejado de interesar?

- Cuando un libro está en mis manos, desgraciadamente le pasan cosas malas casi siempre, porque estoy en una época de mi vida en que cada vez tengo menos tiempo. Por razones que no son literarias, que tienen que ver con todo el destino de América latina, con todas las cosas que yo trato de hacer o que me piden que trate de hacer, y que supone con frecuencia muchas horas de reuniones, de escritura, de lectura de documentos, y además largos viajes en el curso de los cuales no me puedo concentrar en la lectura. En la medida de lo posible, esos libros que quiero realmente leer, los dejo ahora en una especie de rincón privilegiado donde los veo con los ojos del deseo, y en cuanto sé que tengo un hueco, tres o cuatro horas que pueden ser bastante mías, entonces los leo, si puedo los leo en mi casa. Hubo una época en que, por razones de mayor resistencia física, podía leer en el metro, en los cafés. Puedo hacerlo ahora también, pero con una menor concentración. Prefiero estar en mi casa y leerlo tranquilo. Además, desde muy joven adquirí una especie de deformación profesional, es decir, que yo pertenezco a esa especie siniestra que lee los libros con un lápiz al alcance de la mano, subrayando y marcando, no con intención crítica. En realidad alguien dijo, no sé quién, que cuando uno subraya un libro se subraya a sí mismo, y es cierto. Yo subrayo con frecuencia frases que me incluyen en un plano personal, pero creo también que subrayo aquellas que significan para mí un descubrimiento, una sorpresa, o a veces, incluso una revelación y, a veces, también una discordancia.Las subrayo y tengo la costumbre de poner al final del libro los números de las páginas que me interesan, de manera que algún día, leyendo esa serie de referencias, puedo en pocos minutos echar un vistazo a las cosas que más me sorprendieron. Algunos epígrafes de mis cuentos, algunas citaciones o referencias salen de esa experiencia de haber guardado, a veces durante muchos años, un pequeño fragmento que después encontró su lugar preciso, su correspondencia exacta en algún texto mío

.- Antes, en la Argentina, ¿tenías hábitos de lectura diferentes a los de ahora? -Me imagino que ahora tendrás mucho menos tiempo para leer que en tus días de maestro de provincia o de traductor oficial - ¿Cómo te ha afectado la necesidad de seleccionar con criterios diferentes a los de tus años de escritor desconocido?-

En principio leo un solo libro, pero quizá para tu sorpresa, leo más poesía que prosa, más ensayos que ficción, más antropología que literatura pura; sucede que, a veces, llevo adelante paralelamente dos cosas muy diferentes. Por ejemplo, en el momento en que te grabo esto estoy leyendo un libro de poemas de Robeit Duncan y, al mismo tiempo, un libro de cuentos de Piérrette Flétaux. Me hace bien pasar de uno a otro. No sé, tengo la impresión de que los libros se estimulan, que hay una interacción y que, con bastante frecuencia, esos dos libros que leo, si no simultáneamente, consecutivamente, son dos libros que son amigos, que han nacido para sentirse bien el uno con respecto al otro, aunque haya una diferencia total como puede haber entre los poemas de Duncan y los cuentos de Piérrette Flétaux.Otro detalle de deformación profesional es que, en principio, yo termino siempre un libro, aunque me parezca malo. Hubo una época en que esto fue una obsesión y hoy lo lamento, porque he leído muchos novelones y muchos libros de poemas insoportables, confiando siempre en que, en las últimas diez páginas encontraría el gran momento, algo que rescataría la totalidad de la obra. Alguna vez pudo haber sucedido, pero en la mayoría de los casos, cuando cincuenta páginas de un libro son malas, es difícil que el resto se salve. Es como un match de box: si hay una primera mitad que es mala, sólo un milagro puede cambiar la cosa en la segunda mitad. De manera que ahora que tengo menos tiempo, que estoy en los días en que voy a cumplir sesenta y dos años, -te das cuenta, ¿no?, ahora puedo decir "Sesenta y dos, modelo para desarmar"- sucede que algunos libros no los termino. Los latinoamericanos, los jóvenes, me mandan novelas y libros de poemas que, con alguna frecuencia, me parecen malos hacia el primer tercio del libro, y entonces me limito a guardarlos y no los termino.

- ¿ Lees mientras escuchas música, o hablas por teléfono, o esperas en el aeropuerto?-

Jamás he podido leer escuchando música, y ésta es una cuestión bastante importante, porque tengo amigos de un nivel intelectual y estético muy alto para quienes la música, que en ciertas circunstancias puedan escuchar concentrándose, es al mismo tiempo una especie de acompañamiento para sus actividades. Esto lo comprendo muy bien en el caso de los pintores: tengo amigos pintores que pintan con un disco de fondo o la radio. Pero en el caso de la lectura, yo creo que no se puede leer escuchando música, porque eso supone un doble desprecio o un desprecio unilateral: o se desprecia la música o se desprecia lo que se está leyendo. La música es un arte tan absoluto, tan total como la literatura, y el músico exige que se le escuche a full time lo mismo que cualquiera de nosotros cuando escribimos. Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien, a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos míos al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertold Brecht. En cambio puedo, sí, leer mientras espero en un aeropuerto o a alguien en un café, porque ésos son los vacíos, los tiempos huecos que uno no ha buscado por sí mismo, sino que los horarios de la vida, digamos, te condenan de golpe a media hora de espera; y entonces, tener un libro en el bolsillo y concentrarse en él, en ese momento, por un lado anula el tiempo del reloj y, por otro lado, te crea una sensación de plenitud. Y no esa especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo yo, en el sentido de que si me paso mas de diez minutos sin hacer algo, sea lo que sea, tengo la impresión de que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es estar viviendo, tener ese privilegio de la vida. Y es algo que siento cada vez más, mientras mi vida se acorta y va llegando a su término ineluctable, si me permitís la palabra tan cursi.- Antes preguntaba si los hábitos de lectura en la Argentina ¿eran diferentes a los de ahora?- Desde luego, en mi juventud en la Argentina, mis hábitos de lectura eran obligadamente diferentes. Tenía mucho más tiempo en mis días de maestro o profesor de provincia o de traductor oficial, y eso, evidentemente, me ha obligado actualmente a seleccionar de una manera mucho más draconiana lo que leo. Por ejemplo, hubo una época en mi vida en que, al margen de la literatura para mí importante -la gran poesía, la gran novelística-, yo encontraba tiempo y momentos para leer una incontable cantidad de tonterías. Por ejemplo, entre los dieciocho y los veintiocho años me convertí en un verdadero erudito en materia de novela policial. Incluso, con un amigo, hicimos la primera bibliografía crítica del género de la novela policial, que dimos a una revista cuyo primer número no alcanzó a salir, lo cual es una lástima, porque era bastante interesante. Sobre todo, porque le habíamos hecho un prólogo firmado por un falso erudito inglés... (nosotros dos, naturalmente) y que hubiera impresionado profundamente a muchos intelectuales argentinos. Llegó un día en que la novela policial completó en mí su ciclo y la abandoné después de haber leído, todas las obras maestras del género de aquella época.Hay ciertos campos de la literatura, como eso que llaman la ciencia ficción, que ignoro profundamente. He leído tres o cuatro de los libros más famosos porque me parecía necesario, e incluso encontré buenas cosas en ellos. Pero como no es un género que me parece fundamentalmente importante en la literatura, también lo dejé de lado.

Eso lo hice con otras cosas en la vida: lo hice con el ajedrez, que es un juego qué me apasionó de joven, pero que un buen día me empezó a tomar demasiado tiempo y entonces lo eliminé. Actualmente leo con un criterio bastante severo: es decir, que completo algunas lagunas: leo esos clásicos que se me fueron pasando a lo largo de la vida, o bien leo cosas actuales, contemporáneas, pero buscando acertar en lo posible con libros que no me hagan perder tiempo.

- ¿Lees o leías muchas revistas y periódicos? Al estudiar Rayuela, pongamos por ejemplo, como mapa de tus lecturas, me llevé la impresión de que seguías lecturas sobre física, química y matemáticas. Mencionas cosas de Planck y de Heisenberg. Un colega mío me ha observado de que eso podría ser una especie de turismo de la ciencia, hoy común entre muchos escritores. ¿Hasta qué punto te interesan las ciencias?-

No soy un gran lector de revistas y periódicos, pero llega una cantidad tan enorme a mi casa, que finalmente he comprendido que las revistas latinoamericanas, sobre todo, son importantes en la medida en que por lo menos una lectura en diagonal, una visión general del sumario y un vistazo a los artículos más importantes, son una puesta al día de un montón de cosas que los libros y la mera información no pueden darte. Entonces, cuando me llega un número de Plural, o un número de Cambio, o un número de cualquier revista norteamericana como Review y tantas otras, las miro y me detengo a veces largamente en algún artículo que me interesa por múltiples razones.

- ¿Eres rutinario y fiel lector del diario? ¿Te puedes pasar varios días sin leer siquiera Le Monde? Cuando estás viviendo en París, ¿lees diarios extranjeros como cosa habitual?-

En cuanto a los periódicos, como prácticamente lo hace toda la población de Francia, leo Le Monde, que es ese diario que en veinte minutos te da una síntesis de tipo mundial, relativamente objetiva como puede darla cualquier diario de este mundo, y que me permite estar un poco al tanto de lo que está sucediendo fuera del lugar donde me encuentro.Ahora, al final de estas preguntas que me estás haciendo, decís algo que quiero aclarar porque me parece que es una cuestión de honestidad: las menciones de físicos, de científicos como Plank y de Heisenberg que hay en Rayuela responden, sí, a eso que tu colega llama "un turismo de la ciencia". Pero es un turismo que no es completamente gratuito, porque a lo largo de mi vida, siempre que he podido acercarme a esos artículos de divulgación en donde problemas de física pura o alta matemática son presentados de manera de que alguien como yo, que ignora la física y las matemáticas puede, de todas maneras, tener una idea global y general de la cosa, los he leído siempre apasionadamente porque su reflejo sobre la literatura me parece evidente y total.

Es el mismo caso de la filosofía: yo no soy capaz de leer, en su texto original, los grandes textos de la metafísica de Heidegger. Pero, en cambio, he podido leer conferencias de Heidegger en donde él simplifica su punto de vista.

Como es el caso también de Einstein y su teoría de la relatividad. Y de ciertos textos de Heisenberg y de Oppenheimer. Esos textos que te ponen un poco más al alcance de la mano los grandes descubrimientos, las grandes entrevisiones de la matemática y la física moderna tienen una tal relación con nuestra visión literaria y poética, con nuestra nueva manera de sentir e interpretar la realidad como una cosa infinitamente más porosa y menos escolástica que en siglo XIX y los precedentes, que estoy contento de haber hecho ese "turismo de la ciencia". Las citas que hay en Rayuela espero que no te den una impresión de pedantería; o sea que te puedan dar la falsa impresión de que yo pretendo conocer a fondo esos textos. No, desde luego que no los conozco. Son simples citas, referencias, frases que en un momento dado han sido para mí una revelación, una iluminación.Es un poco el caso también de la metafísica oriental: el budismo Zen, por ejemplo, que durante muchos años, en la época de Rayuela, seguí a través de los textos de Suzuki que en aquel momento llegaba a Francia y podía ser leído en inglés y en francés, y que significó para mí una tremenda sacudida de tipo existencial. Y cuando digo existencial pienso también en mi paciencia bastante meritoria de haber intentado descifrar largos textos muy difíciles y muy abstrusos de Jean Paul Sartre. Y todo eso para mí ha sido una especie de coagulación de muchas cosas necesarias para la literatura. Creo que el novelista que sólo vive en un campo de novelas, o el poeta que sólo vive en un campo de poesía, tal vez no sean grandes novelistas ni grandes poetas. Creo en la necesidad de la apertura más amplia. En el fondo mi gran parangón, mi gran ejemplo ideal en este caso es alguien como Leonardo da Vinci; es decir, un Leonardo que lo mismo se interesa por la conducta de una hormiga que circula en una pared y cuyos movimientos le preocupan porque no los comprende racionalmente, y que dos minutos después está en condiciones de elaborar una teoría estética basada en altas matemáticas, en nociones de perspectivas, etc. Yo no soy Leonardo, mi plano es muchísimo más modesto, pero Rayuela es, de alguna manera, una tentativa de visión leonardesca. Es decir, esa nostalgia que fue la gran nostalgia, el gran deseo del Renacimiento; es decir, una especie de mirada universal que todo lo comprendiera. Yo no comprendo nada, pero el deseo estaba ahí y la intención también.

- En América latina existen dos tipos principales de escritores en cuanto lectores. Los que leen poco o dicen leer poco y, por tanto concluyen que su obra está exclusivamente forjada por la intuición. Los otros, como Borges, Sarmiento y tú, para mencionar sólo argentinos, son voraces lectores. Sin embargo, tú has dicho en más de una ocasión que escribes cuando, en el momento más inesperado, entras en el swing. También has dicho que te consideras un intuitivo. ¿Podrías hablar sobre lo que para ti constituye la relación entre ese swing o intuición y su trasfondo en tu conciencia o experiencia de lector?-

Aquí planteas una cuestión que puedo contestarte, creo, con bastante claridad. Es cierto que hay gente que pretende proteger su intuición manteniéndose en un cierto plano de ignorancia. Esa gente no tiene nada que ver conmigo. Tengo la impresión de que intuición es una facultad que se gana, que se mantiene, y sobre todo, que se incrementa a base de una especie de honestidad profunda frente a la realidad; es decir, tratar en la medida de lo posible de estar abierto a lo que pasa, a lo que se ve, a lo que se siente sin anteponerle anteojeras de ripo erudito, de tipo escolástico, eso que se llama "la educación" e incluso "la cultura". Pero dicho esto, pienso que un hombre culto que, al mismo tiempo, tenga esa honestidad, esa apertura franca y abierta, tiene mucha más ventaja que un hombre ignorante por lo que se refiere al alcance, en último término, de su intuición. Los niños son intuitivos por naturaleza, pero su intuición no va demasiado lejos. Lo importante es saber guardar esa calidad intuitiva del niño, esa virginidad de la mirada, del olfato, de los sentimientos, y reforzarla a lo largo de la vida con la cultura, con el paralelismo de millones de cosas que se van acumulando en la memoria, que se van entretejiendo entre ellos y que facilitan la intuición.Por eso, cuando yo he dicho, y tú lo citas aquí, que escribo en esos momentos bastante inesperados en que entro en una especie de swing, es absolutamente cierto. Por ejemplo, estos dos últimos días los he pasado trabajando en un cuento que terminé anoche y que revisé y empecé a copiar en una primera versión esta mañana y que nació, como de costumbre en mi caso, por un swing, es decir, una especie de idea básica de cuyo final no tenía yo una noción precisa y que me obligó a ponerme en la máquina y olvidarme bastante de lo que sucedía en torno de mí hasta terminarlo. Pero, sin embargo, cuando lo releí esta mañana pude perfectamente darme cuenta que todo lo que pueda haber de intuitivo, de espontáneo en ese swing, esa manera de escribir que me conocés bien, está apoyado, respaldado y controlado por una cultura, un backround que me impide caer en eso tan frecuente en los escritores que se inician; es decir, el hecho de mezclar, indiscriminadamente, momentos muy felices, intuiciones extraordinarias seguidas de una serie de tonterías, de repeticiones, de adjetivación inútil, de explicar cosas que no hay que explicar, de repetir cosas que no había que repetir. Es decir, que mi sentido de autocontrol, de la autocrítica es un sentido absolutamente cultural que yo, por supuesto, no tenía cuando era joven. Me basta para eso releer textos míos escritos a los dieciocho años. En este momento el swing sigue operando porque yo cuido mi intuición por sobre todas las cosas y, por lo tanto, espero el swing, espero ese sentimiento rítmico que me lleva al trabajo. Pero detrás de eso y, sobre todo, en el momento de darle el visto bueno está todo el aporte de muchos, muchos años de vida de equivocaciones o de aciertos, de comparaciones, de paralelismo y unas cuantas decenas de miles de libros leídos que no puedo recordar en detalle, pero que están allí en esa memoria que, como la del Funes de Borges, en el fondo guarda todo, hasta la última hojita de un árbol.

- La obra de Borges ha sido calificada de ser un ejercicio de agotamiento de la literatura. Uno de tus personajes de Rayuela (pag.503) dice: "¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?" ¿Cómo difiere para tí la literatura de tus lecturas? Y si no difiere, ¿qué relación guarda tu propósito destructivo, con la lectura de obras que tú consideras afines a la tuya? Digamos, por ejemplo, la obra de Durrell (Alexandria Quartet), Queneau (Les Fleurs Bleues), Breton (Nadja), Butor (Mobile o L'Emploi du temps), Nabokov (Pale Fire).

- Esto que estoy diciendo creo que empalma con tu pregunta con respecto a esa frase de uno de los personajes de Rayuela, que dice: "¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?" Esto hay que entenderlo como una paradoja, si querés. Es decir, cuando se habla allí de literatura, se está hablando justamente de la literatura no intuitiva, de la literatura únicamente basada en la cultura. Lo que yo podría llamar la literatura de herencia. Supongo que sabés muy bien, que conocés muy bien esos escritores que pueden escribir una obra bastante decorosa, pero que basta rastrear un poco para darse cuenta de que no contiene absolutamente nada de original, sino que es una habilidad estilística lograda escolarmente y experimentalmente, y luego apoyada en una serie de valores heredados y de ninguna manera en aperturas que aquí podemos calificar de destructivas en la medida en que son nuevas, en que ponen en crisis toda una manera de ver el mundo, toda una manera de concebir la relación entre los seres humanos, una especie de "disjunción", si existe la palabra, una especie de salir por la ventana en vez de salir por la puerta, o quizá salir por el espacio que existe entre la puerta y la ventana. Ese es el escritor que yo he tratado de ser y que quizá, en algunos momentos, he podido ser; acaso en algunos momentos de Rayuela, justamente. En ese sentido, de ninguna manera tienes que entender en esa frase una intención ilícita; es decir, yo no soy alguien que quiere destruir la literatura por la literatura misma. Está implícita en esa frase la noción de lo que yo considero literatura mala o inútil: digamos inútilmente repetitiva. Y es por eso, te lo digo incidentalmente, -a lo mejor más adelante me preguntás sobre eso- no sé, es por eso que siempre me ha fascinado, en la literatura y en las artes, todo lo que es marginal, todos los francotiradores: los pequeños escritores que en un libro o dos, y a veces en muy pocos textos, han conseguido lo que luego grandes académicos con 25 tomos no consiguieron jamás. Es decir, que la obra de un Alfred Jarry, con todo lo que tiene de mediocre en muchos planos, alcanza en algunas instancias lo que no consiguen las obras completas de François Mauriac. Y entonces Jarry y Daumal o tantos otros, o Boris Vian, me interesarán a mí infinitamente más que los François Mauriac. Y es por eso que, por ejemplo, en el plano del Río de la Plata, me interesa alguien como Felisberto Hernández.

- ¿Existiría algún paralelo entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, con el escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde ahí elaborar una nueva obra? ¿Qué tipo de lector (hembra/macho) eras tú, digamos, al leer Don Quijote, Dr.Fausto, Impressions d´Afriyue, Nastromo, The Alexandrian Quartet, Zazie dans le metro?

- No comprendo demasiado esa referencia a un posible paralelo entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, según vos, con el escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde allí elaborar una nueva obra. Creo que estás mezclando elementos heterogéneos. En todo caso no lo comprendo demasiado. Cuando me preguntás qué tipo de lector -si lector hembra o lector macho- era yo cuando leía una serie de libros que citás, empezando por El Quijote, te diré que yo como lector nunca tengo una actitud agresiva que parecería a priori ser el signo de la virilidad. Aunque todo esto, sabemos muy bien que es un juego muy relativo. Mi conducta de lector, tanto en mi juventud como en la actualidad, es profundamente humilde. Es decir, te va a parecer quizá ingenuo y tonto, pero cuando yo abro un libro lo abro como puedo abrir un paquete de chocolate, o entrar en el cine, o llegar por primera vez a la cama de una mujer que deseo; es decir, es una sensación de esperanza, de felicidad anticipada, de que todo va a ser bello, de que todo va a ser hermoso. No tengo ninguna prevención previa. Y te lo digo porque estoy acostumbrado a hablar con lectores que abren un libro casi como quien pega una bofetada: es decir, están enojados por adelantado. Si el libro es realmente muy bueno, los aplasta y los vence. Pero, en la mayoría de los casos, su actitud es agresiva y se diría casi que están esperando que el libro sea malo y que ese va a ser el gran triunfo de ellos como lectores si es que el libro es malo, para que les sea posible decir después que es malo. Eso se advierte con frecuencia en la crítica de tipo periodístico. Es cierto que cuando se habla de crítica periodística el adjetivo anula al sustantivo, si crítica es sustantivo... vos sabés que yo en materia de gramática soy un animal. Pero para volver a lo mío, mi actitud es una actitud ingenua y me alegro profundamente de eso. Me alegro de que cuando abro un libro lo abro como una especie de premonición de goce, de que todo va a estar muy bien. Y claro, si las cosas no salen así, bueno, abandono el libro o lo termino con una cierta decepción. Pero no importa, en ese sentido soy un gran cronopio... ¿te acuerdas aquello de que los cronopios cuando viajan, aunque todo les salga mal siempre están convencidos de que todo está bien y que la ciudad es muy linda, y que a todo el mundo le sucede lo mismo y que ellos no son ninguna excepción? Bueno, a mí me pasa lo mismo leyendo...

- ¿Al leer estás conciente de que utilizas abordajes distintos a diferentes géneros o tipos de discurso? Pongamos, al leer, Paradiso de Lezama Lima, te vas perfilando en un tipo de conciencia lectora diferente de la que se te formaría al leer un libro de Wittgenstein?

- Por lo que te dije antes, tu pregunta no tiene ya mayor sentido. Cuando leo un libro, no me pongo nunca en lo que llamas "un tipo de conciencia lectora", diferente o especializada, tanto si se trata de Paradiso o de un libro de Wittgenstein. En los dos casos los asumo con la misma actitud ingenua y esperanzada. Es evidente que luego el libro influye en vos y te obliga a adoptar ciertos módulos, seguir ciertos parámetros, ser más serio o estar en una actitud de ensoñación mayor, leerlos con un margen más grande de imaginación o literalidad. Pero mi actitud central es exactamente la misma frente a cualquier cosa que lea; es decir, no hay presupuesto, no hay ningún a priori. Yo abro un libro sin tener en cuenta, en principio, el tipo de literatura o de ciencia o de poesía que voy a encontrar dentro.

- ¿Qué huella ha dejado entre tus estrategias de lectura el haber trabajado en traducciones?- Bueno, ha debido dejarme muchas huellas en materia de lectura. Hay una, a veces bastante desagradable y es que cuando yo leo traducciones, digamos, el conocimiento profesional de la técnica de la traducción hace que yo sea hipersensible a los macaneos del traductor; macaneos que conozco demasiado bien por cuanto yo soy uno de los muchos que ha macaneado como traductor. No hay traductor perfecto, y con mucha frecuencia me molesta cuando leo una traducción del inglés o del francés si no tengo el original a mano; me molesta ver las imperfecciones, los malentendidos, las pequeñas torpezas por una falta de conocimiento del lenguaje oral o por un simple descuido. Pero al margen de eso, yo no creo que el hecho de traducir haya modificado mi conducta de lector, porque la magia de lo que estoy leyendo me atrapa enseguida y luego en algunas páginas ya no sé si estoy leyendo un original o una traducción, depende simplemente de la calidad del libro, de que él consiga poseerme lo suficiente como para que yo me olvide de la letra y esté profundamente metido en la textura total del libro, ya sea en versión original o traducida.

- Creo que ha sido en La Vuelta donde dijiste que habías leído Impressions d'Afrique en un verdadero estado de alucinación. ¿Qué otras lecturas te han provocado una reacción parecida? ¿Qué otras de Roussel has leído?

- Es cierto, hay obras que crean en mi un estado alucinatorio. Ese mismo estado que luego, en el curso de mi vida, se puede desencadenar mientras estoy viajando en el metro, o hablando con alguien o tomando café, o despertándome; una especie de estado de pasaje en que me coloco del otro lado del puente y veo las cosas de otra manera. Eso a veces, en mi caso, da un cuento o un comienzo de una novela. Como lector, la impresión, la sensación, el estado alucinatorio me lo provocan ciertos libros, y Impressions d'Afrique, de Roussel, lo mismo que Locus solus, son dos excelentes ejemplos.

Como mi memoria declina, en este momento no te puedo decir qué otras lecturas han podido provocar en mí una reacción parecida salvo, -y te vas a reír mucho- La Ilíada. Fijate que yo leí La Ilíada a los dieciocho años en una versión española basada en la traducción francesa de Leconte de Lisle, es decir, la versión de una traducción. Bueno, a pesar de todas las mediaciones que eso significaba, la lectura de La Ilíada fue para mí un choque tan tremendo que recuerdo que avancé en la lectura, sobre todo hacia la última etapa del desenlace, la lenta aproximación al combate final de Héctor y Aquiles, en un estado que puedo perfectamente llamar alucinatorio. Incluso recuerdo que en mi casa se habían dado cuenta de eso y andaban un poco preocupados porque, desde luego, yo daba vueltas como un zombi por la casa y lo único que me interesaba era volver a mi habitación para terminar la lectura. Eso, claro, tiene mucho que ver con la ingenuidad de la juventud.He releído La Ilíada en mejores traducciones, y aunque la impresión ha sido siempre prodigiosa, ya no había, digamos, ese estado prácticamente anormal en que uno deja de vivir en sus condiciones habituales para pasar a un estado en el que todo es posible y por donde entran las cosas más inesperadas, más extrañas y a veces más maravillosas.

Ahora, por un juego de la memoria, me viene un recuerdo de fines de mi juventud, cuando leí Taras Bulba, de Gogol. Recuerdo el estado de emoción profunda en que llegué al final. Todos los episodios últimos, y eso también vale para las grandes novelas de Dostoievski, me sorprendieron en un estado en el que yo no era, no estaba en condiciones normales. En ese caso, cada uno de esos autores, cada una de esas obras descargaba en mí un contenido que me sacaba totalmente de mi vida, de mi manera de ser y de mi manera de pensar.

Cuando algunos lectores míos me han escrito para decirme que libros como Rayuela y Sesenta y dos, y algunos cuentos habían provocado en ellos sensaciones y estados parecidos, yo he tenido siempre un sentimiento maravilloso de recompensa. Como si, a mi vez, me hubiera sido dado, con respecto a algunas personas, crear, despertar, desatar ese mundo diferente que crea una lectura, que crea un universo de ficción.

- En Rayuela uno de tus personajes habla de que lleva el surrealismo en la memoria. La relación de tu búsqueda con la del surrealismo en cuanto ambas intentan una integración de la filosofía con la literatura ha quedado ya establecida por la crítica. Lo que no se ha tomado en cuenta es la relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses. Digo, de los visionarios. ¿Qué lugar ocupan en tu biblioteca?

- Con respecto al surrealismo, tenés razón al decir que mucho de lo que me toca ya ha sido bastante bien estudiado y establecido por la crítica.

Ahora, con respecto a la relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses, yo no la veo de una manera objetiva. Mi reacción ha sido diferente en los dos casos, aunque los leí paralelamente porque mi descubrimiento del surrealismo allá en Buenos Aires coincidió con el de los poetas románticos ingleses. Pero creo recordar, y es un sentimiento que mantengo hoy, una diferencia bastante precisa. Lo que podemos llamar los visionarios de la poesía romántica inglesa no alcanzan, para mí, la especial dimensión que tiene el surrealismo francés, aunque van mucho más allá que él en algunos planos. Yo creo que los momentos mas altos de William Blake, y en otro terreno de Shelley, y sobre todo de John Keats, van mucho más allá de lo que pueden haber escrito o entrevisto los surrealistas franceses contemporáneos. Pero es un más allá diferente; un más allá dentro de una línea -diríamos- tradicional, dentro de la noción humanística del hombre; como salir de la tierra para llegar a la luna siguiendo una continuación coherente. En el caso de los surrealistas franceses, no se trata de salir de la tierra para llegar a la luna, sino de salir de la tierra para volver a ella y encontrarla diferente: el "il faut changer la vie", de Rimbaud. Y si te cito a Rimbaud, sabés muy bien que aunque no se le puede incluir concretamente entre los surrealistas, éstos últimos no existirían sin él. Y en el fondo, Rimbaud contiene el árbol como lo contiene la semilla; es decir, todo está ya en él.

- ¿En que época leíste a los románticos de habla inglesa: Blake, Poe, Keats? ¿Los leíste en conjunto o se te han ido presentando desconectadamente a través de los años?

- Bueno, primero fue Poe de niño; leí los cuentos en española y luego los poemas, también en la famosa traducción de Blanco Belmonte, que circulaba en las casas de nuestros padres y nuestros abuelos. Cuando aprendí por mi cuenta el inglés, llegué a Blake y a Keats casi enseguida. Casualidades: probablemente debo haberme enterado de su existencia en historias de la literatura, artículos que uno lee en la juventud, y fui encontrando en librerías las obras de ellos. Nunca los leí de manera sistemática. Se me presentaron siempre desconectadamente antes o después. Por ejemplo, la lectura de Keats me llevó más sistemáticamente a los isabelinos; por la gran admiración que él tenía por Shakespeare, para empezar. Y luego, el ciclo isabelino me llevó a leer a Philip Sidney, por ejemplo; a ver cómo era la famosa traducción de Homero de Chapman, que tanto había impresionado a Keats y que le hizo escribir el maravilloso soneto en donde al final confunde a Balboa con Cortés. Y de allí pasé a los sonestistas: a Walter Raleigh, a toda la gente del ciclo isabelino. Y por ahí llegué a John Donne, que también ha sido una de las grandes experiencias de mi vida. A pesar de la dificultad de interpretación que tengo con Donne, porque su inglés es realmente muy difícil y nunca tuve paciencia como para leerlo con diccionario y trabajo crítico. Luego, naturalmente, Byron y Shelley y llegaron prácticamente junto con Keats. Y creo que el ciclo romántico del siglo XIX y el ciclo isabelino fueron lecturas paralelas en mi caso.

- ¿Verlaine, Nerval, Mallarmé y compañía?

-También fueron paralelas las lecturas de los simbolistas franceses que citás: Verlaine, Nerval, Mallarmé y todos los demás. Yo aprendí, es decir, me acordé del francés de nuevo -porque lo guardaba evidentemente en el subconciente por mi nacimiento en Europa-, recordé el francés al mismo tiempo que aprendí el inglés, y como me fascinaban los dos idiomas, la lectura de los simbolistas franceses se hizo paralelamente con mi lectura de los ingleses. Luego llegó el día en que entré en la literatura moderna francesa, y esto -aunque te parezca extraño- por la puerta de Jean Cocteau. Al azar compré un libro de Cocteau que se llama Opio-Diario de una desintoxicación, un libro para mí maravilloso porque Cocteau habla de sus amigos, de sus lecturas, de sus gustos y sus disgustos, y por la puerta de sus paradojas, de sus frases brillantes, de su admirable capacidad de síntesis de lo literario y de lo poético me metió de golpe en todo el mundo contemporáneo de Francia, salvo los surrealistas, con los que él no tenía la menor afinidad y que yo descubrí luego por mi cuenta y riesgo.Curiosamente, al ir envejeciendo, hay poetas que se me caen, como te pasará a vos. Se me caen, se me olvidan, dejan de serme vitales. No es así el caso de los románticos ingleses. Cada tanto tomo mi Shelley, mi Blake, mi Coleridge -ése es uno de los grandes- y, por encima de todos para mí, -no hablo en sentido absoluto- por encima de todos, John Keats... Ellos siguen teniendo la misma fuerza, la misma eficacia poética que tenían en el momento en que más ingenuamente y más juvenilmente los leí por primera vez. Si eso es una prueba de permanencia poética, pues, en mi caso creo que soy una buena prueba de la calidad invariable de esos poetas que te cito.

- Además de Wallace Steven, Poe, Whitman y Ginsberg, ¿qué otros poetas angloparlantes lees? ¿Los encuentras también visionarios?

- ¿Qué otros leo? Oh, leo montones. Hace rato te cité a Robert Duncan; todo ese movimiento de San Francisco de los años cincuenta. Yo los seguí bastante de cerca. Sabes que yo fui muy amigo, como un hermano, de Paul Blackburn, y Blackburn, como poeta y como amigo, me puso en las manos montones de libros de los que yo no tenía idea y que me revelaron todo ese mundo, no sólo digamos la escuela de San Francisco, sino de la llamada escuela de Nueva York. Cada vez que he ido a los Estados Unidos en estos últimos años me he venido con una brazada de libros y de plaquetas comprados allá porque en Francia es más difícil conseguirlos. Y, además, los leo en las múltiples revistas que me llegan de los Estados Unidos. Pero en su conjunto, y respondo a tu pregunta, no los encuentro particularmente visionarios. Lo que me gusta en ellos es esa manera de buscar contacto con la realidad. La mayoría son en el fondo profundamente realistas, pero no en el sentido pedestre del término, sino descubriendo en la realidad lo que yo mismo, a mi manera, trato de descubrir en cuentos y en novelas: es decir, todos esos aspectos, esas facetas, esos reversos que se le escapan a la visión condicionada y cotidiana. No, no creo que sean visionarios, pero, acaso, en nuestro tiempo ser visionario sea justamente eso y no caer en la manera de ser visionario de Shelley, es decir, en la utopía irrealizable, en la extrapolación de esperanzas y de deseos que terminan siempre un poco evaporados, un poco abstractos y fuera de esta terrible pero siempre hermosa realidad que vivimos.

- ¿A estos escritores, a quienes mencionas a menudo, los relees? ¿O es más bien que te persigue la memoria de una lectura única?

- Sí, soy fiel a ellos. En la medida de mis posibilidades, yo soy ese hombre que cada tres años relee Los tres mosqueteros. Esto tómalo como una especie de fórmula metafórica, porque ya cada vez tengo menos tiempo para eso; además, me gusta leer cosas nuevas, pero en mi biblioteca hay libros a los que mi mano vuelve y vuelve cada vez que tengo algún momento. Thomas de Quincy, por ejemplo, es un escritor que me gusta abrir en cualquier página y releer diez o quince páginas. De William Hazlitt, por ejemplo, me fascina su estilo, y pienso también en La vida de Johnson, de Boswell. Te estoy citando sobre todo anglosajones porque vos me ponés en la pista. Pero luego, hablando de latinoamericanos, vuelvo a Felisberto, vuelvo a Borges, vuelvo a Neruda, vuelvo a Vallejo. Sí, una vez por mes o quince días yo sé que tengo en las manos durante diez o quince minutos algún texto de ellos o algún recuerdo, en todo caso, de ellos.

- En Rayuela uno de tus personajes dice: "No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, Husserl y Wittgenstein" (pag.503). ¿Es tu lectura de estos tres filósofos contemporánea a la escritura de Rayuela?

- Bueno, ya te expliqué antes que mi lectura de esos filósofos no es profunda y especializada, sino que conozcó más bien la divulgación de su obra. Y luego algunos textos accesibles. Por lo demás, después de llegar a Francia he leído menos filosofía que en mis tiempos de la Argentina, por la misma razón que he leído menos de cualquier otra cosa, en la medida que tengo menos tiempo. Naturalmente hay una acumulación a lo largo de los años, pero calculándola por horas o por días, he leído digamos menos en Francia que en la Argentina, donde, como Mallarmé, "J'ai lu tous les livres".

- ¿Registran tus más recientes preferencias en filosofía algún viraje distanciador de tus antiguos gustos (Kant, Spinoza, Vico)?

- No te puedo decir que lo que he leído de filosofía aquí haya podido producir un viraje con relación a mis antiguos gustos. No estoy demasiado al tanto de lo que sucede en la filosofía pura, que por lo demás, como vos sabés, ha salido un poco del circuito de los legos, de los aficionados. En realidad, yo pasé de la filosofía pura que leía en Argentina: Aristóteles, Platón, Kant, pasé, digamos a la antropología, un poco a través de Cassirer, a quien leí enormemente en mis últimos años de la Argentina y que me influyó mucho. Y luego la antropología en la línea de Lévy-Bruhl y luego, más tarde, Lévi Strauss. Yo pienso que ese tipo de antropología me mostró una serie de dimensiones que funcionaban dentro de la órbita de mis intereses literarios, que eran al mismo tiempo y son mis intereses de tipo vital. Esa nueva concepción de la mentalidad primitiva con todas las diferencias que hay entre los dos Lévi me fascinó y me fascina, porque la lectura de esos estudios amplifica enormemente la concepción cotidiana de la inteligencia humana, de la conducta humana, de la relación del hombre con su universo. Y eso, pienso yo, en libros como Rayuela y, entre líneas, en muchos de mis cuentos y otros textos, se hace sentir de manera bastante marcada. Aquí, por ejemplo, en este pueblito de Saignon donde paso el verano, cada vez que me encuentro con los campesinos de la región, de quien soy muy buen amigo, nos tomamos juntos un trago y hablamos; me fascina escucharlos, dejarlos hablar y darme cuenta cuál es su weltanschauung, cómo ven el mundo, cómo es. Hasta qué punto llega su visión, cuál es el peso de la tradición y los prejuicios y el trabajo de la propia inteligencia, muchas veces agudísima y crítica. Para eso me ayuda mucho el conocimiento previo de los comportamientos, de la mentalidad humana en contextos históricos diferentes. No quiero decir que cualquier otro no podría sacar las mismas conclusiones. Pero creo que la lectura de escritores como Malinovsky o Lévy-Bruhl o Lévi Strauss me vuelve más receptivo a determinadas cosas que dicen aquí los campesinos y que, con mucha frecuencia, no es comprendido o produce una cierta sorpresa o escándalo o risa en la gente "culta" que los escucha.

- ¿Entre las aficiones literarias de Horacio está Gilgamesh? ¿Por qué te interesa? ¿Y Arcimboldo? ¿Y Akutagawa?

- Me dívierte que me preguntes sobre el interés de Horacio por Gilgamesh. Lo que pasa es que Gilgamesh es una de esas epopeyas primitivas que por ahí uno lee, ¿no? Y toda la saga de Gilgamesh, que creo que leí en un Albatross o en un Penguin o en una de esas ediciones en que los textos están modernizados, me fascinó mucho y probablemente por eso se la cita en Rayuela. Me había olvidado completamente de esa referencia.

Supongo que te referís a Arcimboldo, el pintor italiano, un gran cronopio que hacía caras con legumbres o con el ciclo de las estaciones: si uno mira bien, las caras se descomponen en cebollas, zanahorias y lechugas. Bueno, sí, es un pintor divertido, tiene ese lado surrealista avant la létre que siempre es fascinante.

En cuanto al japonés Akutagawa, que no es todo lo conocido que debiera serlo, conocí sus obras en Buenos Aires porque alguien que vivía allí tradujo al español un par de libros de él en donde está, por cierto, el cuento Rashomon, que es admirable, y otro que se llama Los engranajes. Es un libro autobiográfico de Akutagawa, escrito poco antes de su suicidio y que, de alguna manera, es una especie de Césare Pavese japonés: un poco por su propio destino y otro poco por el tipo de meditación.

- ¿Te gustan las novelas de Mishima, Tanazaki o Kawabata?

- Ah, veo que te interesan los japoneses. De todos esos que citás, conozco a Mishima. No sé cómo se llama el libro en español; yo lo conocí en versión francesa, Le marin rejeté par le mer, y también Las confesiones de una máscara. Me parecieron dos excelentes libros. Pero a los otros dos no los conozco.

- Entremezclada en el afán irónico de tu obra, ¿estaría acaso el mentar autores inexistentes?

- No sé, tal vez por ahí por divertirme habré citado a alguno, pero no lo hago con ese cuidado sistemático y a veces un poco excesivo de Borges. No, yo más bien lo que he citado mucho es bichos y cosas inexistentes, como "mancuspias" y "cronopios" y ese tipo de cosas, pero autores no creo que demasiado.

- Y Oblomov, ¿cómo diste con él? ¿Representa acaso el anverso de Oliveira o Calac?

- En cuanto a Oblomov, dí con el por puro aburrimiento ahí cuando era profesor en Chivilcoy; en la biblioteca estaba Oblomov y entonces lo leí y coincidí bastante, porque la vida de Oblomov coincidía a la vez con la mía: él en el libro y yo en mi sillón nos aburríamos igualmente. No sé si representa el anverso de Oliveira o Calac. Nunca he meditado mucho sobre eso. Y te diré además, que es un libro que tengo bastante olvidado, a diferencia de lo que me pasa con los otros rusos: con Chejov o Dostoievski.

- Felisberto Hernández se está poniendo de moda entre los críticos. El que tú lo menciones en Último round y La vuelta debe haber sido un factor en eso. Además de Tierras de la memoria, ¿qué has leído de su obra? ¿Verdaderamente la encuentras tan compenetrada con la tuya?

- Bueno, eso de que Felisberto se está poniendo "de moda" entre los críticos no me gusta nada, porque no es una cuestión de moda. Los críticos tienen con Felisberto una deuda muy grave y ya sería tiempo de que la pagaran. Uno de los que le está pagando y muy bien es Angel Rama, que ahora en Caracas me pidió un prólogo para la gran edición que está preparando de Felisberto; y justamente en estos días tengo que ponerme a trabajar en eso: quiero escribir diez o quince páginas sobre él como presentación para la edición. Si yo menciono tanto a Felisberto es porque es un gran escritor. Felisberto es un hombre monocorde; es un hombre marginal; es uno de esos hombres, uno de esos escritores que, como te decía antes, me interesan porque no son los François Mauriac ni los grandes bonetes de la literatura; hombre humilde y marginal que escribió toda su obra en primera persona, hablando siempre de él, y que, a partir de eso, te saca de las casillas casi inmediatamente y te mete en otras casillas, en otro mundo. No sé lo que vos pensás de él, pero haber escrito La casa inundada o Las hortensias o Nadie encendía las lámparas, son textos que ya quisiera haber escrito yo, y muchos otros que pretenden ignorar a Felisberto.

- Al hablar de Jarry y la eliminación de la frontera entre los sólito y lo insólito (La vuelta, pag 24) también hablas de Macedonio, Ponge y Michaux. ¿Los leíste a todos más o menos en la misma época?

- Es dificil saberlo. Macedonio y Michaux, probablemente sí; Ponge, un poco después. A Macedonio lo leí porque es lo de siempre, las remisiones de un libro a otro. Leyendo a Borges me enteré de la existencia de Macedonio y entonces lo busqué. En esa época, en la Argentina, no te creas que era fácil conseguir a Macedonio, porque las ediciones habían sido hechas probablemente por cuenta de él y no se las encontraba; pero ahí unos amigos me pasaron algunas cosas de él y lo leí con mucho cuidado. No toda es vigilia la de los ojos abiertos me acuerdo que lo leí en Chivilcoy, y que como coincidía con mis lecturas de filosofía de esa época, -y ése es en el fondo un libro de filosofía, pero de una filosofía como a mí me gusta, es decir, profundamente teñida de locura-, me produjo una impresión tremenda. Me gustan mucho sus tentativas literarias; me gusta el Macedonio humorista y me gusta el Macedonio de No toda es vigilia.En cuanto a Michaux, claro, leí Plume; fue el primer libro suyo que leí en la edición de Gallimard en francés, y esos pequeños cuentecitos tienen que haber ejercido una influencia en mis cronopios que iban a nacer muchos años después. Son esas cosas de las que uno se da cuenta más tarde; no sé si algún crítico lo ha visto, pero yo creo que, sin esos textos de Michaux, a mí tal vez no se me hubiera ocurrido escribir a los "cronopios".Ponge vino después, ya con toda la gran tanda de la literatura francesa que leí en esa época, y no ha tenido excesiva influencia en mí.

- Al humor tuyo se le ha llamado humor negro, lo que te situaría en esa antología de Breton que, si no me equivoco, pone tal nomenclatura de moda. ¿Te sitúas en la misma coyuntura que los menos conocidos de esa lista, es decir, Borel, Corbiere, Brisset, Carrington?

- Esto de que al humor se le pueda llamar un "humor negro" es sumamente relativo. Yo creo que tengo un alto grado de sentido del humor, y ese humor a veces puede ser negro. Pero, en general, pienso que no lo es: no sé si se puede hablar de "humor rosa" o "humor blanco"; yo lo llamaría humor en estado puro, es decir, simplemente el hecho de -¿cómo decirte?- desacralizar situaciones más o menos sacralizadas en el plano del lenguaje, de la tradición, de las escalas de valores y colocarlas en una perspectiva que las vuelven divertidas y que, al mismo tiempo, no eliminan su profundidad, y su necesidad, y su seriedad. El humor negro es siempre mucho más agresivo y no creo que sea el mío.En cuanto a esa antología de Breton que se llama Antología del humor negro, es tan mala, en mi opinión, que incluso en mi ejemplar que está en la biblioteca le cambié el lomo y en vez de llamarse André Breton, Antología del humor negro, ahora se llama Andrés Negro, Antología del humor Breton, para mostrarte hasta qué punto me parece mala, porque mezcló lo bueno y lo mediocre; realmente, si algo le faltaba a André Breton era el sentido del humor; le faltaba a un extremo que se puede considerar como patético y que lo llevó a sus peores extravíos en el campo de la conducción del movimiento surrealista; todo lo cual no suprimé sus grandes cualidades y su profunda calidad de poieta y de visionario en otros planos.Pero en esa lista que agregás después, como Borel, Corbiere, Brisset y Carnngton, de todos ellos con quien me reconozco una afinidad más profunda es con Leonora Carrington, porque ella sí es una surrealista auténtica y no contagiada, y lo fantástico para ella funciona en un nivel que a mí me es profundamente familiar. Acabo de leer una novela suya que no conocía; la he leído en versión francesa porque no ha salido en inglés. Se llama Le cornet accoustique, es decir, La trompetilla acústica; esa que se ponían los sordos en tiempo de nuestros abuelos y que es üna verdadera maravilla (la novela, no la trompetilla). Ese tipo de libros que uno lee preguntándose por qué no hay más, por qué realmente hay tan pocos así en la historia de la literatura.

- Por otra parte, parece que te gusta el humor de Bioy Casares y de Albee en Who is afraid of Virginia Wolf. ¿En qué les encuentras parecido o cómo es que te gustan dos cosas que a mí me parecen tan distintas?

- El humor de Bioy, por ejemplo, me gusta mucho porque, al igual que el humor de Borges, es de directa raíz anglosajona, y no se puede negar que los ingleses son, no diré los inventores, pero sí los usuarios más geniales del humor en la literatura, e incluso en la vida personal. Bioy y Borges, rechazando como rechacé yo eso que los españoles llaman humor y que no es nada más que el chiste macabro y, en general, de muy mala calidad, han sabido meterlo en la estructura mental y lingüística del español y darle una especie de derecho de ciudad que le quita, digamos, el fondo anglosajón y lo vuelve perfectamente argentino y latinoamericano. En ese sentido yo encuentro una gran afinidad de mi propio humor con el de Bioy y con el de Borges.

- Si el humor sigue desterrado de nuestras letras contemporáneas, (La vuelta, pag 33), ¿en qué otra época lo encuentras? ¿Quevedo? ¿Caviedes? ¿Palma? ¿Cervantes?

- No creo, como supones aquí, que el humor siga desterrado de nuestras letras contemporáneas. Pienso que está haciendo una entrada bastante marcada en muchos libros que he leído en estos tiempos. El humor de García Márquez es perfectamente perceptible y sus mejores obras no hubieran sido escritas sin el humor que contienen.Hay un escritor uruguayo, Enrique Estrázulas, que ha publicado un libro, que se llama Pepe Corvina, que te recomiendo encarecidamente porque es una prueba de humor rioplatense bastante extraordinario por momentos.En ese mismo nivel, creo que hay otros escritores latinoamericanos que se me escapan en este momento que cultivan el humor; lo introducen como una constante de sus obras para ayudar a quitarnos todavía un poco de eso que nos queda de mala herencia española y que no tiene nada que ver con la buena, que es mucha y hermosa. Me refiero a ese falso humor basado en contrastes demasiado gruesos que no va muy lejos en el ánimo de un lector contemporáneo.

- ¿Cómo caracterizarías el humor hispánico a diferencia del humor negro?

- Yo te diría que en España está pasando un fenómeno parecido, porque cuando yo ataco un poco eso que llaman "el humor hispánico" y que no me parece humor, convengo en que hay en este momento algunos pocos escritores españoles que están reaccionado frente a eso y están escribiendo libros que contienen una dosis de humor verdadero, de humor considerable y sumamente útil en la península.

Un escritor como Gonzalo Suárez, por ejemplo, es un buen ejemplo, y su novelita El roedor de Fortimbrás es una muestra de esta concepción diferente del humor en algunos jóvenes o medianamente jóvenes escritores españoles.

- En uno de tus ensayos caracterizas a lo fantástico de "ser la aprenhensión de lo subyacente, el sentimiento de que los reversos desmienten, multiplican, anulan los anversos, son la modalidad natural de lo que vive para esperar lo inesperado" (La vuelta, pag. 44) El libro de Todorov -¿lo has leído? pone como requisito esencial del género el que cause terror en el espectador o lector. ¿Qué piensas al respecto?

- He leído el libro y me decepcionó, pero quizá la culpa no sea de Todorov, porque creo que nadie ha conseguido hasta ahora dar una explicación, una presentación coherente del mundo de lo fantástico. Sabés muy bien que en algunos ensayitos, más e menos marginales, yo lo he intentado también, pero lo único que se consigue es una especie de fenomenología exterior de la cosa; uno le anda dando vueltas a lo fantástico, pero realmente no se consigue explicar de manera concreta cuál es la mecánica, literaria o mental que desencadena, que determina lo fantástico. Es cierto que el hecho de que la mayoría de los relatos fantásticos se traduzcan en terror, en miedo, parece una pista o una guía para encontrar la verdad definitiva. Yo pienso, por ejemplo, que he escrito entre cincuenta y sesenta cuentos y no hay entre ellos ni uno sólo que se pueda considerar un cuento feliz o un cuento alegre; todos ellos son trágicos, algunos de ellos son terroríficos; en todo caso, todos ellos son dramáticos; lo fantástico desencadena siempre, como en el caso de Edgar Allan Poe, la fatalidad, la muerte, la multiplicación de esos hechos que culminan en lo negativo, en la nada, en la desgracia.Pero no, de ninguna manera está excluido que pueda existir otro tipo de literatura fantástica en la que los hechos se ven en esa misma dimensión y que no tengan que ser obligadamente terroríficos o trágicos. Es posible que algunos relatos de ciencia ficción respondan a eso, pero, como te digo, es un género que no conozco.El problema de lo fantástico es que cuando no es trágico, cuando no es dramático, asume enseguida una especie de matiz que toca más lo maravilloso que lo fantástico; es decir, se va acercando, por así decirlo, vuelve un poco a la noción del cuento de hadas; las cosas son fantásticas, son divertidas, son bellas, suceden de una manera insólita, pero falta esa calidad que tiene La caída de la casa Usher o un gran cuento fantástico de Borges, en que esa misma juntura de los elementos de lo cotidiano y de lo llamado normal desencadenan siempre una fatalidad a cuyo término esperan el horror o la muerte. Se diría que es la condición esencial para que, por lo menos en la literatura, lo fantástico funcione eficazmente hasta este momento.

- Harold Bloom, crítico norteamericano, ha escrito un libro The anxiety of influence en que sostiene que "Poetic history, is held to be undistinguishible from poetic influence, since strong poets make that history by misreading one another so as to clear imaginative space for themselves". ¿Hasta qué punto te parece esta teoría descriptiva de tu propia búsqueda de lector y autor?

- Te diré que esa referencia a la teoría de Harold Bloom no me interesa demasiado, porque esta cuestión del autor singular, la noción de originalidad y de influencia, es una cuestión que depende del temperamento del escrito; y, en mi caso, todo lo que sea influencia no me ha molestado jamás. Conozco gente que se desespera, que se enferma si los críticos le señalan determinadas influencias en sus libros. Para ellos es una especie de culpabilidad haber trabajado bajo una determinada influencia. En mi caso eso no existe porque, cuando yo trabajo, ese tipo de influencias, si existe, y vaya si existe, cumple su labor subconcientemente o subterráneamente. Yo no los estoy utilizando como modelos, no pienso en ellos; y cuando, en el curso de un trabajo, surge concretamente un poema, un verso, una línea, una referencia, entonces lo que me parece más honesto es citarla y liquidar el asunto así.

- En Último round tú dices que quieres abolir la idea del autor singular y añades que citar es citarse. ¿Te parecería que la empresa de mostrar el anverso del tapiz en tus libros es una forma de hacerle frente a la "anxiety of influence"?

- Puesto que, efectivamente, citar es citarse, para qué decir mal o disimulado lo que otro dijo ya mejor y de una manera definitiva. Es evidente que un escritor que lo sea cabalmente no puede trabajar en un clima de inseguridad y de temor frente a las eventuales y posibles influencias que podrían modificar o insertarse en su obra. Eso es una prueba de debilidad que sólo puede dar obras mediocres. La originalidad absoluta sabés muy bien que no existe; la originalidad relativa es la única a la que podemos aspirar. Pero dentro de eso relativo entra la noción exacta de originalidad, es decir, que lo que cuenta es que la suma de todas esas influencias, esa especie de caldo cultural y vital de donde procede un escritor, se traduzca en un nueva apertura, en un nueva visión. Y entonces, por qué tener miedo, por qué crearse the anxiety of influence.

- ¿Lees los libros de tus imitadores ¿Lees los libros de la generación latinoamericana más joven, cuya obra es irremediablemente posterior y por lo tanto, sujeta a sufrir la "ansiedad de la influencia" de la tuya? ¿Hacia dónde te parece que se dirige la literatura latinoamericana de hoy?

- No creo que haya imitadores. Hay un montón de gente que ha sufrido mi influencia. Rayuela es un libro que le pegó en la cara a un montón de gente y eso se nota, pero volvemos aquí a la cuestión de las influencias. He encontrado la presencia de Rayuela en muchos libros latinoamericanos y ahora, incluso, en algunos franceses. Pero fíjate que no me molesta en absoluto: todo está en la forma en que luego eso se elabora en el libro que está escribiendo o que ha escrito esa gente; y si el resultado es positivo, nada puede resultarme más conmovedor y más hermoso que saberme un poco partícipe de un libro que es un buen libro, que es un hermoso libro. De ninguna manera me produce un sentimiento negativo, muy al contrario.

- ¿Dirías que tus libros al proponer tus propios intereses y experiencia de lector como una posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales?

- Creo que sí, que mis libros, al proponer más de un plano de lectura como posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales. Pero creo que es también una cuestión de cultura. Una persona con un nivel cultural más o menos primario leerá un libro sin comprender la intertextualidad. Para él, lo que leerá es el texto de es escritor, no se dará cuenta de las alusiones. En tanto en un nivel superior de cultura, con una pantalla, un horizonte cultural más amplio, todas las guiñadas de ojos, las referencias, las citas no directamente citadas pero evidentes, pues, deberán serle claras y además enriquecerán profundamente no sólo la experiencia del lector, sino el libro que está leyendo.Hace unos días lei un ensayo traducido del inglés, en donde el traductor ha citado un pasaje de Shakespeare sin darse cuenta, es decir, cree que es del escritor que está traduciendo y lo modifica un poco. En realidad es una alusión shakespeariana que que el autor ha hecho con una guiñada de ojo y que, evidentemente, en el texto inglés no escapará a escritores cultos.

Pero eso yo creo que forma parte del placer literario, de la belleza, y no hay que olvidarse que en el siglo XVII o el XVIII, hay que pensar en Montaigne o en el doctor Johnson, esa gente citaba con un infinito placer. Y ahí las citas eran perfectamente claras y constituían especies de trampolines para llevar adelante el trabajo personal de los escritores. Y nadie se sentía avergonzado de moverse en un mundo cultural heredado con influencias elegidas por el autor, insertadas, incluídas en su obra como especie de hormonas que lo echaban adelante en su propia tarea.

- ¿Qué estás escribiendo ahora?

- Cuentos. Voy a ver si puedo publicar un libro hacia fin de año. Tengo ya escritos nueve a lo largo de este año: es un año de cuentos. Tengo todavía que revisarlos despacio, pero todos ellos, prácticamente todos, están en su etapa definitiva. Yo, finalmente, modifico muy poco mis cuentos; simplemente cambio palabras.

- Hace ya mucho tiempo dijiste que el poeta en el momento de la creación se adhiere a las cualidades ontológicas del objeto cantado y que ese acto presupone conocimiento de parte del poeta. Esa actitud estética se parece mucho a la de la China clásica. El pintor o escritor chino tenía que pasar un laborioso período de observación del objeto, por un cuidadoso aprendizaje antes de considerarse listo para empezar a trazar tan siquiera una línea o escribir una palabra. ¿Te parece que existe algún parecido entre ese asunto chino y tu propia actitud? ¿Has leído textos chinos? ¿Te gusta la "pintura" china?

- Tu pregunta sobre la creación poética y la adherencia a las cualidades ontológicas del objeto cantado es muy interesante, pero la verdad es que desarrollarlo llevaría bastante tiempo. Tu alusión al mundo chino es muy justa porque, efectivamente, no sólo es una actitud de tipo poética en la China clásica, sino que se manifiesta particularmente en la pintura. También se nota del lado del Japón, en el caso de los haikú, porque la mayoría de los haikú llegan a esa síntesis prodigiosa de los tres pequeños versos por eliminación de todo lo que no es esencial en los objetos o en las cosas de que se habla y en las imágenes que luego contienen poéticamente. Pienso que eso que llamas "laborioso período de observación del objeto" es una cualidad que se da en algunos poetas, pero no necesariamente en todos. Hay poetas que se manejan en un universo exclusivamente mental, nada experimental, nada pragmático, y sin embargo, pueden ser grandes poetas. Tengo la impresión, por ejemplo, de que Neruda miraba profundamente los objetos; él los vuelve a nombrar, digamos, después de haberlos visto, y sentido, y tocado por todos lados. En cambio, tengo la impresión de que Vallejo se maneja en un plano en el que no le es necesaria esa observación telúrica, esa observación ontológica que sale de lo tangible para llegar a las esencias, que su verso nace de una intuición fulgurante en donde el contacto sensorial con las cosas es mucho menos importamte que en Neruda; y tanto el uno como el otro son dos maravillosos poetas.

- El sentimiento de extrañamiento que habita en tu obra lo resumes en La vuelta citando unos versos de Poe: From childhood's hour I have not beeb as others were/ I have not seen as others saw/ I could not bring my passions from a common spring/ and all I loved, I loved alone. La gran aceptación que tu obra ha tenido ¿ha moderado ese sentimiento?

- Me conmueve que cites esos versos de Poe porque, no sé, siempre me tocaron profundamente, y la verdad es que la aceptación que haya podido tener mi obra no ha modificado ese sentimiento en lo absoluto. No estoy en la actitud romántica típica del señor que se considera aislado, abandonado y diferente de todo el resto. No, no se trata de eso; pero hoy sigo escribiendo exactamente en la misma posición mental, moral y sensible que cuando empecé a escribir a los veinticuatro o veinticinco años. No he cambiado en absoluto y estoy contento de no haber cambiado; estoy contento de que cuando me siento a la máquina o tomo un lápiz mi actitud frente a la página en blanco es exactamente la misma que la que tenía en un comienzo. Nada ha podido cambiarme en ese plano. Por eso, como sabés bien, porque lo he dicho por ahí, no me consideraré jamás un escritor profesional. Yo soy un aficionado que escribe cuentos y novelas.

Enjugo una lágrima...


Carta a Roberto López

Enjugo una lágrima...

París, 12 de octubre de 1983

Querido cronopio Roberto López:

Esto no es una carta, es una tortuga. Me escribiste el 20 de agosto, y ya ves cuando te contesto. Pero las tortugas -que son enormísimos cronopios- siempre tienen explicaciones que ellas consideran satisfactorias, y ahí va la mía, que como si fuera poco es verdadera y más bien triste. Enjugo una lágrima y te digo que estoy bastante enfermo, cosa siempre escandalosa entre los cronopios. No sé si Peter y Nancy se dieron cuenta cuando nos conocimos en Segovia, pero ya en esos días de agosto yo estaba haciendo grandes esfuerzos para salir del paso, y la verdad es que no lo conseguí a pesar del afecto y la amistad de todos los que me rodeaban. Una enfermedad misteriosa y estúpida me persigue desde hace cinco meses, cobrándome un kilo de peso por mes, lo que no es poco en alguien que los tiene contados. Ya ves que el decimoctavo aniversario del Club no me encuentra en buenas condiciones para colaborar con el ímpetu que merece tan magno acontecimiento.. Pero lo mismo quiero estar presente (¡yo, que nunca fui a Suecia!) y decirte que las fiestas conmemorativas (entre otras el libro que se proyecta) serán para mí la mejor medicina simpática y telepática posible, y que saldré del trance gracias a los efluvios magnéticos que me llegarán desde allá. Tantas veces les prometí a Paco y a Marina que iría a conocer el Club, que no me atrevo ya a insinuar nada en este sentido, máxime cuando ahora tengo que entrar en el hospital por varios días. Pero el deseo sigue hondo, y yo se que un día desembarcaré en Estocolmo y que nos veremos. ¿Me perdonas que termine acá? . Se me acaba pronto la tiza en estos días. Pero no el afecto ni el recuerdo.

Mis mejores cariños para todos los cronopios del Club, y un abrazo para ti de Julio.

"Encuesta a la Literatura Argentina Contemporánea"


Julio Cortázar
"Encuesta a la Literatura Argentina Contemporánea"

Cada vez me gusta menos responder a cuestionarios, tal vez porque me recuerdan demasiado a ciertos interrogatorios (no precisamente literarios) que he debido soportar a lo largo de los años. Por eso prefiero responder en bloque, aunque algunas preguntas no alcancen a tener una respuesta concreta, cosa que no me parece una gran pérdida. Me acuerdo de un tintero, de una lapicera con pluma "cucharita", del invierno en Bánfield: fuego de salamandra, sabañones. Es el atardecer y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para celebrar el cumpleaños de un pariente. La prosa me cuesta mucho más en ese tiempo y en todos los tiempos, pero lo mismo escribo un cuento sobre un perro que se llama Leal y que muere por salvar a una niña caída en manos de malvados raptores. Escribir no me parece nada insólito, más bien una manera de pasar el tiempo hasta llegar a los quince años y poder entrar en la marina, que considero mi vocación verdadera. Ya no hoy, por cierto, y en todo caso el sueño dura poco: de golpe quiero ser músico, pero no tengo aptitudes para el solfeo (mi tía dixit), y en cambio los sonetos me salen redondos. El director de la primaria le dice a mi madre que leo demasiado y que me racione los libros; ese día empiezo a saber que el mundo está lleno de idiotas. A los doce años proyecto un poema que modestamente abarcará la entera historia de la humanidad, y escribo las veinte páginas correspondientes a la edad de las cavernas; creo que una pleuresía interrumpe esta empresa genial que tiene a la familia en suspenso. De golpe pantalones largos, y entro en la escuela normal donde descubro que si en mi casa respetan y favorecen lo más posible mis gustos literarios, los planes de enseñanza hacen esfuerzos heroicos para desarraigarlos y convertirme en un hombre, con lo que esta palabra significa casi siempre en América Latina. Autodefensa inmediata: alianza con dos o tres condiscípulos que también siguen soñando despiertos, siete interminables años de magisterio y profesorado en letras; la verdadera educación se hará puertas afuera, lecturas salvajes, cine, maratones de diálogos en cafés y calles, conciertos, autoaprendizaje del inglés y el francés, sigo escribiendo cuentos y poemas, los muestro a pocos amigos. A lo largo de ese absurdo profesorado, de acaso sesenta profesores sólo dos me orientan en la reflexión y especialmente en la crítica (la autocrítica): Arturo Marasso y Vicente Fatone. De todo eso quedan dos cosas: la decisión de no cerrarme a nada en un momento en que veo a tantos amigos optar por A o por B, y la decisión complementaria de llevar esa apertura y esa porosidad a una consecuencia literaria, salga pato o gallareta. Para empezar: horror a todo profesionalismo, incluso hoy sigo viéndome como un aficionado, alguien que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir. De ahí los defectos posibles: falta de planes, de esquemas, pero siempre preferiré esos defectos al aburrimiento del método. No por nada la temprana lección del jazz: lo improvisado es lo que queda, aunque nadie llega así nomás a la improvisación, y todo está en ese "aunque". La noción misma de la escritura: rechazo de la "originalidad" para lograr la naturalidad, que en última instancia es lo que abre paso a lo original. Mientras escribo leo más que nunca, ningún miedo a las "influencias"; en cambio me niego a hablar de lo que estoy haciendo y solo muestro lo terminado y corregido, creo que por superstición más que por principio. (Esa gente que te cuenta su novela antes de haberla empezado... en fin, a lo mejor peco por soberbia). En cuanto a la revisión y la corrección de lo escrito, creo que con los años la cosa va cambiando; de joven escribía de un tirón y después "trabajaba" el texto ya enfriado, pero ahora tardo más en escribir, dejo que las cosas se preparen y organicen en esa región entre sueño y vigilia donde laten los pulsos más hondos, y por eso corrijo menos en la relectura. Algún crítico me reprocha una sequedad que antes no tenía; puede ser que los lectores sigan prefiriendo algo más jugoso, pero al final de mi camino me gusta más un kaiku que un soneto, y un soneto más que una oda; tal vez porque tanta rutina y entusiasmo sobre el barroco latinoamericano ha terminado por afirmarme en ese horror a las volutas que ya denunciaba en Rayuela (donde las volutas no faltan, digámoslo antes de que usted lo piense).

Sobre la muerte del "Che" Guevara




Carta a Roberto Fernández Retamar

Sobre la muerte del "Che" Guevara
París, 29 de octubre de 1967
Roberto, Adelaida, mis muy queridos: Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones. Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del telex y lo que pasa con las palabras y las frases. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como si uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me avergüenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces. Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.

Che


Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca pero

no importaba.

Yo tuve un hermano

que iba por los montes

mientras yo dormía.

Lo quise a mi modo,

le tomé su voz

libre como el agua,

caminé de a ratos

cerca de su sombra.

No nos vimos nunca

pero no importaba,

mi hermano despierto

mientras yo dormía,

mi hermano mostrándome

detrás de la noche

su estrella elegida.

Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta siempre.
Julio.

26 de agosto cumpleaños de Julio Cortazar











Julio Cortazar: a los 25 años de su muerte y a los 95 de su nacimiento.

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miércoles, 12 de agosto de 2009

Julio Cortazar


TERAPIAS
Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.
—Compre un gran ramo de rosas —dice el cronopio.
El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.

martes, 11 de agosto de 2009


SU FE EN LAS CIENCIAS
Una esperanza creía en los tipos fisonómicos, tales como los ñatos, los de cara de pescado, los de gran toma de aire, los cetrinos y los cejudos, los de cara intelectual, los de estilo peluquero, etc. Dispuesto a clasificar definitivamente estos grupos, empezó por hacer grandes listas de conocidos y los dividió en los grupos citados más arriba. Tomó entonces el primer grupo, formado por ocho ñatos, y vio con sorpresa que en realidad estos muchachos se subdividían en tres grupos, a saber: los ñatos bigotudos, los ñatos tipo boxeador y los ñatos estilo ordenanza de ministerio, compuestos respectivamente por 3, 3 y 2 ñatos. Apenas los separó en sus nuevos grupos (en el Paulista de San Martín, donde los había reunido con gran trabajo y no poco mazagrán bien frappé) se dio cuenta de que el primer subgrupo no era parejo, porque dos de los ñatos bigotudos pertenecían al tipo carpincho, mientras el restante era con toda seguridad un ñato de corte japonés. Haciéndolo a un lado con ayuda de un buen sandwich de anchoa y huevo duro, organizó el subgrupo de los dos carpinchos, y se disponía a inscribirlo en su libreta de trabajos científicos cuando uno de los carpinchos miró para un lado y el otro carpincho miró hacia el lado opuesto, a consecuencia de lo cual la esperanza y los demás concurrentes pudieron percatarse de que mientras el primero de los carpinchos era evidentemente un ñato braquicéfalo, el otro ñato producía un cráneo mucho más apropiado para colgar un sombrero que para encasquetárselo. Así fue como se le disolvió el subgrupo, y del resto no hablemos porque los demás sujetos habían pasado del mazagrán a la caña quemada, y en lo único que se parecían a esa altura de las cosas era en su firme voluntad de seguir bebiendo a expensas de la esperanza.

Historia de un Cronopio

HISTORIA Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

EL ALMUERZO


EL ALMUERZO
No sin trabajo un cronopio llegó a establecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae.
Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un fama, una esperanza y un profesor de lenguas. Aplicando sus descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero más por poesía que por verdad.
A la hora del almuerzo este cronopio gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia, que la para-vida escuchaba como quien oye llover —tarea delicada. Por supuesto, la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley Fitzsimmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte.

RELOJES
Un fama tenía un reloj de pared y todas las semanas le daba cuerda CON GRAN CUIDADO. Pasó un cronopio y al verlo se puso a reír, fue a su casa e inventó el reloj-alcachofa o alcaucil, que de una y otra manera puede y debe decirse.
El reloj alcaucil de este cronopio es un alcaucil de la gran especie, sujeto por el tallo a un agujero de la pared. Las innumerables hojas del alcaucil marcan la hora presente y además todas las horas, de modo que el cronopio no hace más que sacarle una hoja y ya sabe una hora. Como las va sacando de izquierda a derecha, siempre la hoja da la hora justa, y cada día el cronopio empieza a sacar una nueva vuelta de hojas. Al llegar al corazón el tiempo no puede ya medirse, y en la infinita rosa violeta del centro el cronopio encuentra un gran contento, entonces se la come con aceite, vinagre y sal, y pone otro reloj en el agujero.

VIAJES


VIAJES
Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de «Alegría de los famas».
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad.» Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan.

sábado, 8 de agosto de 2009

CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICÍACO


CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICÍACO

Gilbert Keith Chesterton

Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el título de este artículo nos vigile ya desde lo alto de cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo está frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.

En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa, gracia, salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención, incapaz de despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.

Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confusos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor plateado" ("Silver Blaze").

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.

En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.

Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.

Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay auténtica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir sino de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.

El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del médico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Por qué el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor? El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué está haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?

Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por la segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.

Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.

LA PASION DE LOS LIBROS

Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado...

Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito...

Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido...

Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá compreder probablemente... las pasiones humanas.

La historia Interminable: Michael Ende